Creo que es en Todo se desmorona, de Chinua Achebe, donde existe una parte de bosque reservada a los espíritus del mal en la que los habitantes del pueblo no pueden entrar. Cuando lo leí me pareció un ejemplo formidable de inteligencia: aquel pueblo o conjunto de tribus nigerianas no trataban de negar el mal o atacarlo, sino que le daban un espacio, lo dejaban vivir. A menudo he sentido esa necesidad, por mucho que durante años me la haya negado: yo también necesito un espacio para el mal, seguramente un espacio más grande que el de la mayoría de las personas, pues mi educación no estuvo solo dirigida, sino obsesionada a orientarme hacia lo bueno.

Ahora bien, ¿cómo se tiene un espacio para el mal que no haga el mal? ¿Cómo se soluciona mi necesidad de ser malo sin causar daño a los demás? Creo que las artes en general y la literatura en particular ofrecen una salida. Algunos autores (pienso en Shakespeare, en Quevedo, en Blake, en Sade, en Byron, en Dostoyevski, en Poe, en Baudelaire, en Rimbaud, en Lautréamont, en Nietzsche, en Breton, en Cioran, en Ginsberg, en Leopoldo María Panero, en Gómez Dávila, en Easton Ellis) despiertan al hijoputa que llevamos dentro y le dan de comer. Con razón he buscado yo a los autores malos con preferencia, aunque de muchos abomine. Uno termina de leer algunos libros de esos autores y se queda revitalizado, con todos sus demonios contentos después de estirar las piernas. Luego regresa a la calle y el mismo horror otra vez: el horror de que debo ser bueno y por tanto no debo ser yo.