NO SÉ dónde he leído durante estos días (mi memoria se ha reducido por diez desde que cogí el coronavirus) que Zora Neale Hurston, autora de esa obra maestra titulada Sus ojos miraban a Dios, cuando era niña y vivía en la pobreza de un pueblo de Florida, tenía la costumbre de acercarse a los carruajes que pasaban por el camino y pedirles: “¿No quieren que les acompañe un poco?”. De esta manera conseguía hablar con desconocidos durante un rato y luego no le importaba regresar andando a casa.

La curiosidad es el humus del que surge el escritor. No he conocido a ninguna mente creativa que no se aburra enseguida de su pueblo y amigos y no trate de buscar otros nuevos. También hay que tener la suerte de contar con unos padres liberales o pasotas como los de Hurston, porque en mi caso, si en Lauros se me hubiera ocurrido subirme al coche de unos desconocidos, la hostia que me daba mi madre a la vuelta iba a hacer que se me quitaran las ganas de repetirlo más veces.