PENSANDO EN el Alavés, club de fútbol cuyo apodo es "El Glorioso", me han venido a la cabeza los peligros de la exageración. El Alavés jamás ha ganado un título desde que se fundó, pero al lograr el ascenso a Primera División, en la temporada 1929-1930, a sus seguidores se les calentó tanto la cabeza que le pusieron ese apodo y ahí llevan, noventa y cinco años arrastrándolo sin ganar nunca nada, acumulando gloriosas derrotas y descensos igual de gloriosos.
Lo bueno de la exageración es que dota de intensidad al tedio cotidiano y lo malo es que puede volverse un boomerang. Exageramos para concitar la atención y colocarnos en el centro, pero la gente deja de escucharnos y pierde la confianza en nosotros en cuanto nos descubre en delito de hipérbole. Otro problema es que el exceso agota: de todos los grandes exagerados (Miguel Ángel, Quevedo, Rubens, Beethoven, Hugo, Nietzsche, Pizarnik, Freddie Mercury) tengo que descansar de vez en cuando, porque me abruman sus dramas y músculos y decibelios.