EN LA literatura como bluff, de 1950, Julien Graq señala que mientras los ingleses leen para su coleto, los franceses necesitan comentarse entre ellos los libros leídos, porque consideran socialmente obligatorio tener una opinión formada sobre cada uno de los escritores que puedan surgir en una conversación. Graq no comenta esto con ánimo chauvinista sino condenatorio, pues opinaba que en Francia se había llegado a la corrupción posturera de darle más importancia a esas opiniones enlatadas, a la manera del Diccionario de prejuicios de Flaubert, que a la lectura directa de los propios libros. Aunque ya disponía de algo más que barruntos sobre la importancia que los franceses conceden a los escritores (Borges consideraba a Francia y Japón como las dos únicas naciones donde el escritor tiene el ambiente a favor), me ha sorprendido gratamente la existencia entre ellos de tantos enterados de la literatura, sean verdaderos lectores o eruditos a la violeta, sobre todo porque en su diatriba Gracq se refiere a ellos como “multitud” o “muchedumbre”. ¿Multitud? ¿Muchedumbre? ¿Cuántas personas se pueden encontrar aquí en Madrid, fuera de escritores o profesores de literatura, que puedan darme una opinión de Lope o Quevedo, sea de oídas o de leídas?