Que Galdós fuera un garbancero, como dice Valle-Inclán, o Dostoyevski un chapuzas, como le acusa Nabokov, o que a Cervantes le fallara el estilo, como señala Lugones, o que Balzac no supiera escribir, como aseguró Flaubert, son el tipo de críticas que siempre lanzan los estilistas, que parecen olvidar que la novela tiene unas exigencias distintas a la poesía y que el empeño de fabricar un Garcilaso en prosa suele producir frankensteins. La poesía se escribe con palabras y la novela a través de ellas; en la poesía cada fonema o sílaba tienen importancia y en cambio la novela se construye con ladrillos más grandes: acusar a un novelista por los garbanzos de la prosodia o la sintaxis de sus oraciones es no entender en absoluto los retos del género. Cada frase, en la novela, es un mero átomo que está supeditado al párrafo, que a su vez está supeditado al capítulo, que a su vez está supeditado al libro: el ritmo novelístico es un ritmo del largo plazo. Es un ritmo también de la estructura: la eufonía de los grandes novelistas se basa en la peripecia narrativa, en la cadencia que marcan los actos de los personajes a lo largo de las páginas. No niego que se pueda ser un gran prosista siguiendo criterios cercanos a la poesía (pienso ahora en Gómez de la Serna, en Gabriel Miró, en Aldecoa o en Umbral), pero difícilmente se podrá ser un gran novelista, y en cambio todo gran novelista es a la vez un buen prosista en el sentido de que practica la prosa de la eficacia. Por eso los novelistas acusados arriba, todos extraordinarios, no lo fueron a pesar de sus garbanzos, sino gracias a ellos.