VICTOR HUGO nació para mí. No para la literatura, no para Francia, la historia está muy mal contada. Recuerdo que era el año 95 o 96 y estaba en la Plaza Nueva de Bilbao. Allí, casi haciendo esquina, vendía libros un tipo llamado Alberto, al que las semanas anteriores le había comprado títulos de Balzac y Stendhal. Aquel domingo tenía muchos libros, pero sobre todo tres. Ellos. Los tres volúmenes verdes en tapa dura de la Editorial Augusta, con un título en el lomo, Los miserables, en letras de oro sobre fondo rojo. Pagué 300 pesetas por ellos, cien por cada uno, y llegué a casa casi arrepentido de haberlos comprado, porque ¡a ver quién se leía ahora las 1300 páginas de este mamotreto!
Pero no. Nada más abrir las primeras páginas empecé a sentir los golpes: los golpes que me produce el lirismo, porque siento el lirismo de los grandes genios como una agresión física, hasta me muevo durante la lectura de las sacudidas que siento. Victor Hugo era un boxeador formidable, el que mayor paliza me ha dado, un tipo con toda la variedad de golpes, siempre in crescendo, que iba atizándome ahora un golpe y ahora otro. Hasta que de pronto escribe:
De un estornudo del sol nace el colibrí
Recuerdo esa frase como el cenit del libro. ¿De un estornudo del sol nace el colibrí? ¿De verdad, Victor Hugo, has escrito ESO? ¡No puede ser que hayas escrito ESO!
Ya estaba, en ese momento supe qué cosa era la literatura, ya no tenía que moverme de allí.