EN MUCHOS aspectos Zweig es casi un calco de Camus y Orwell, que están en lo más alto de mi santoral, pero en otros es demasiado conservador y elitista. Veamos cómo narra en El mundo de ayer el período de inflación por el que pasó Alemania después de la primera guerra mundial:
Se habían alterado todos los valores, y no solo los materiales; la gente se mofaba de los decretos del Estado, no respetaba la ética ni la moral, Berlín se convirtió en la Babel del mundo. Bares, locales de diversión y tabernas crecían como setas. Lo que habíamos visto en Austria resultó un tímido y suave preludio de aquel aquelarre, ya que los alemanes emplearon toda su vehemencia y capacidad de sistematización en la perversión. A lo largo de la Kurfürstendamm se paseaban jóvenes maquillados y con cinturas artificiales, y no todos eran profesionales; todos los bachilleres querían ganar algo, y en bares penumbrosos se veían secretarios de Estado e importantes financieros cortejando cariñosamente, sin ningún recato, a marineros borrachos. Ni la Roma de Suetonio había conocido unas orgías tales como lo fueron los bailes de travestís de Berlín, donde centenares de hombres vestidos de mujeres y de mujeres vestidas de hombres bailaban ante la mirada benévola de la policía. Con la decadencia de todos los valores, una especie de locura se apoderó precisamente de los círculos burgueses, hasta entonces firmes conservadores de su orden. Las muchachas se jactaban con orgullo de ser perversas; en cualquier escuela de Berlín se habría considerado un oprobio la sospecha de conservar la virginidad a los dieciséis años; todas querían poder explicar sus aventuras, y cuanto más exóticas mejor. Pero lo más importante de aquel patético erotismo era su tremenda falsedad. En el fondo, el culto orgiástico alemán que sobrevino con la inflación no era sino una febril imitación simiesca; se veía en aquellas muchachas de buenas familias burguesas que habrían preferido peinarse con una simple raya en medio antes que llevar el pelo alisado al estilo de los hombres y comer tarta de manzana con nata antes que beber aguardiente; por doquier se hacía evidente que a todo el mundo le resultaba insoportable aquella sobreexcitación, aquel enervante tormento diario en el potro de la inflación, como también era evidente que toda la nación, cansada de la guerra, en realidad anhelaba orden y sosiego, un poco de seguridad y de vida burguesa, y que en secreto odiaba a la República, no porque reprimiera esta libertad desordenada, sino, al contrario, porque le aflojaba demasiado las riendas. Quien vivió aquellos meses y años apocalípticos, hastiado y enfurecido, notaba que a la fuerza tenía que producirse una reacción, una reacción terrible. Y los que habían empujado al pueblo alemán a aquel caos ahora esperaban sonrientes en segundo término, reloj en mano: «Cuanto peor le vaya al país, tanto mejor para nosotros». Sabían que llegaría su hora. La contrarrevolución empezaba ya a cristalizarse alrededor de Ludendorff, más que de Hitler, entonces todavía sin poder; los oficiales degradados se organizaban en sociedades secretas; los pequeños burgueses que se sentían estafados en sus ahorros se asociaron en silencio y se pusieron a la disposición de cualquier consigna que prometiera orden. Nada fue tan funesto para la República Alemana como su tentativa idealista de conceder libertad al pueblo e incluso a sus propios enemigos. Y es que el pueblo alemán, un pueblo de orden, no sabía qué hacer con la libertad y ya buscaba impaciente a aquellos que habrían de quitársela.
A Zweig le parece mal la llegada de la alegría y el desorden. Habla de "orgías que ni en la Roma de Suetonio", pero luego no es capaz de decir nada que sea escandaloso, porque el escándalo solo está en su mente. Obsérvese los puntos de encuentro entre la situación que narra Zweig y la situación que vivimos ahora, en la que las minorías empoderadas han suscitado la reacción ultraderechista.