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EN SU primera versión las máximas de La Rochefoucauld eran más largas y terminantes; en las siguientes el autor trabajó sobre ellas en dos direcciones: por una parte quiso acortarlas hasta hacerlas más redondas, y por otra les introdujo "quizás" o "a menudos" para rebajarles el carácter dictador. El aforismo era plaga en los salones, pero pronto los de La Rochefoucauld empezaron a brillar por encima de todos, pues había en este autor una mezcla de biografía, desengaño y talento literario ideales para el género más espartano de todos. Providencial fue la intervención del caballero de Mére: él fue el primero que se dio cuenta de que las máximas de su amigo superaban con mucho el promedio y le animó a pulirlas. En esa labor de lima y escalpelo fue esencial la opinión de Jacques Esprit, Madame de Lafayette y Madame de Sablé, que también escribió otra recopilación de máximas. En los salones parisinos, la discusión de las máximas seguía este esquema: La Rochefoucauld leía en voz alta uno de sus aforismos y, de inmediato, los asistentes discutían sobre él, dando la mayor importancia a la precisión lingüística y a la veracidad del análisis psicológico. Los debates que se producían eran una síntesis única de literatura, psicología, filosofía y crítica social. ¡Por una sola máxima se podía debatir horas, no con denuestos o puñetazos en la mesa, sino con las reglas parisinas del buen decir, donde hasta la crítica más acerada parecía azúcar! Así nació el aforista más importante de Occidente, más importante que Oscar Wilde, que es un subRochefoucauld, más que Groucho Marx, que es un subWilde, y más que Woody Allen, que es un subGroucho.