ESCRIBE EL Príncipe de Ligne:
Cicerón no desdeñaba los lugares comunes; los griegos, sus maestros, no menos. Leed los manuales de Epicteto y los demás, tan bien impresos por Didot, y decidme si un hombre de letras de ahora se atrevería a publicar cosas tan manidas y con tan poca chispa.
Lo que subyace bajo estas líneas es que Ligne conoció los salones literarios franceses del siglo XVIII y principios del XIX, una de las épocas de la historia donde más se ha admirado el ingenio, donde una persona de ingenio podía hacer carrera (a causa de su agudeza, el rey le concedió a Talleyrand la abadía de Saint-Denis). Epicteto, en cambio, escribió un manual en el que abogaba por la resignación, el camino recto, el punto medio y el no apartarse de las acciones ordinarias para tener una vida sin sobresaltos: es normal que escribiera sin buscar el esguince ni la sorpresa. Si Epicteto hubiera leído a Ligne, quizá le habría parecido un frívolo, un tipo que sacrifica la verdad por el ingenio, más preocupado por hacer acrobacias conceptuales que por observar la realidad. En mi época de lector joven yo también me hacía preguntas similares: ¿por qué Polibio no sabe escribir goloso como Suetonio? ¿Por qué Tocqueville no danza como Voltaire? ¿Por qué la prosa de Camus no tiene la peonza de Nabokov? Más tarde me di cuenta de que soy yo, que vivo en continua ansiedad, el que busca escritores que ardan y muerdan y bailen en la página, pero los escritores calmados que trabajan la exactitud, los tonos bajos o el sentido común no son para nada inferiores, sino solo distintas caras que ilustran la riqueza de la escritura.