EL AFORISMO anglosajón, Oscar Wilde, Mark Twain, Ambrose Bierce, Groucho Marx, Woody Allen, es el más brillante de todos, pero es también el responsable de haber convertido este género en la calderilla de la literatura, más orientada a los fuegos artificiales del palabrerío que a ser la hija de la filosofía (caso del aforismo de los moralistas franceses). Cada vez que leo una antología de aforismos actuales, como las estupendas que recopila Gregorio Doval, me encuentro con que el 80% de las frases son deslumbrantes, pero cuando me adentro autor por autor, buscando una dirección o pensamiento trabajado, me decepcionan de inmediato: casi todos ellos son semeocurristas que sacrifican la coherencia del hueso por la brillantez de ocasión. Cuántas veces la he tomado con Wilde, pues sin duda de Wilde procede este tipo de aforismo pariente de la charlatanería, o al menos él fue el primero que lo utilizó de forma industrial, y me he acordado de la wildeada que escribió Pessoa en su Libro del desasosiego: "Hablar es tener demasiada consideración con los demás. Por la boca mueren el pez y Oscar Wilde".