QUE LA mayoría de escritores de los dos últimos siglos hayan recurrido a las explicaciones más torcidas para explicar cómo les venían las ideas, que si sentados, que si acostados, que si caminando, que si a tal hora del día, que si durante las tormentas, que si tomando tal o cual sustancia o escuchando tal música, en lugar de decir la pura realidad mostrenca, esto es, que la mayoría de las ideas nos vienen cuando estamos leyendo o rumiando lo leído, cuando nos ponemos en contacto con las ideas de otros, me hace ver que el escritor, por muy sincericida que sea, ha tratado de hacernos creer que todo lo que escribe sale de su propia minerva: el escritor a partir del romanticismo ha tratado de presentarse como original, que es la primera piedra para insinuarse un-ser-aparte. Esta mentirijilla de los escritores de la modernidad, sin embargo, la entiendo muy bien, porque ¿qué significaría reconocer que la mayoría de lo que escribes procede de la lectura de otros? ¡Significaría reconocer que escribimos sobre palimpsestos, que el escritor no es un genio ni un Dios ni un inspirado, sino más bien una monja laboriosa que hace surf continuo para salvarse por centímetros del plagio!