CASI ES una ventaja que haya poetas que digan que no les gusta leer “para no ser influenciados”, o que añadan a continuación que ellos escriben con el corazón o “con los huevos”, porque así te ahorras tener que leerlos. Ello no quiere decir que no considere importante la naturalidad o la verdad o la intensidad en el poema: precisamente porque las considero muy importantes, sé que son también cuestiones técnicas que se resuelven mejor cuanto más lecturas tenga el poeta y mayor dominio del lenguaje demuestre. No niego que no se puedan escribir buenos poemas siendo un ingenio lego, porque las facultades creativas o imaginativas muchas veces se bastan, al menos en este género; pero cuánto mejores serían esos poemas si vinieran acompañados de la maestría compositiva. A este respecto, me gusta recordar una anécdota de César Vallejo, que me parece el poeta más natural, más tierno, más silvestre del idioma, aquel que conservó el niño desde el primero al último de sus versos. Cuando Vallejo murió, en 1938, se encontraron en los bolsillos de su gabán unos papeles donde no había más que series de palabras. Al parecer, el poeta más humano del idioma, a la hora de abordar un poema, no se lanzaba de cabeza como se lanza Phelps a la piscina, sino que comenzaba a recopilar palabras, a hacer listas de palabras que le podían venir bien para esa nueva composición. Que sí, que claro que existe la inspiración o ese algo no mensurable que provoca que unos poemas te salgan mejor que otros, pero Vallejo no lo fiaba todo a la inspiración, tampoco al corazón ni a los huevos, sino que debía pensar que la humanidad en el poema, en un porcentaje altísimo, se debe abordar como un problema técnico.