LA LITERATURA esconde algo en su estructura que incita a volverse gilipollas; existe algo genético, procedente quizá de que sea un arte concebido para “mentir la verdad”, que congrega a todos los truhanes del mundo. Y qué aires nos damos: pocas patadas en los huevos y en los ovarios recibimos. Para empezar, el solo hecho de escuchar a alguien decir “yo soy poeta”, ya es como para darle una patada en la boca por napoleoncito; si además dice “mi obra”, segunda patada en la boca, pues ya dirá el tiempo si lo tuyo era obra o chapuza de Pepe Gotera y Otilio; y si además habla de “mis lectores”, tiene bemoles, lectores como quien habla de súbditos o cheer-leaders, tercera patada en la boca, por si con las dos patadas anteriores aún le quedaba algún diente. 

La tontería procede también del aristocratismo ínsito en la tradición poética, aristocratismo que fue erosionado durante el siglo XX pero que aún conserva su aura. Este aristocratismo moderno consiste en decir, por ejemplo, que la poesía no es literatura (los demás géneros sí, al parecer, incluso los periodísticos o confesionales); que las palabras que perduran para la posteridad siempre las dicen los poetas (cuando cualquier película de Hollywood o programa televisivo o éxito musical perdura más); que el poeta nace y no se hace (pues que me expliquen por qué nacen tan pocos en las zonas pobres del planeta); o que todas las artes admiten un poco de mediocridad salvo la poesía, que debe ser perfecta al 100% para ser disfrutada (esto solo lo pueden decir quienes se leen los versos de tres en tres).