LA LEY Mordaza o similares son funestas porque el escritor no necesita solo libertad sino sobrelibertad: el escritor es un tipo que llega a los límites y se complace jugando con ellos, es alguien que conserva su primate fresco y necesita dar un puñetazo en la mesa de vez en cuando para afirmar su existencia y explorar nuevas vías de expresión. Desde Byron, desde Baudelaire, el escritor incorpora la barbaridad diogenesca a su tarea creativa (pienso en Wilde, en Schopenhauer, en Nietzsche, en Rimbaud, en Breton, en Artaud, en Papini, en Cioran, en Mishima, en Bukowski, por decir algunos casos estruendosos), por lo que salirle al paso con leyes coercitivas es cargarse algunas de las páginas o boutades más sabrosas de la escritura moderna. La barbaridad no sale gratis, ojo: cuando Nietzsche dice “Dios ha muerto”; cuando Unamuno dice “Que inventen ellos”; cuando Sontag dice “La raza blanca es el cáncer de la humanidad”, sus palabras pensadas como flechas se convierten en boomerangs que regresan cargadas de rechazo hacia sus autores, pero ese debe ser el único castigo si no queremos que se empobrezca el campo de la expresión o el pensamiento; si no queremos limitar a los escritores dentro de un sentido común que no es más que el catecismo rebañiego del momento. Esta sobrelibertad de expresión no la pido solo para los escritores sino para todos, naturalmente, pero incido en los escritores porque son los que más la necesitan. Es propio del escritor que de tanto conducir con las palabras empiece a gustarse y a hacer motocross con ellas, por lo que no se puede pedir que vaya despacio a un tipo que necesita derrapar.